En 1729, San Felipe y Santiago de Montevideo era apenas un campamento. La basura se amontonaba en los barriales que hacían de cuenta ser calles, por las que caminaban sus habitantes, casi todos analfabetos.

No había casas propiamente dichas, pues el uso de la piedra para edificaciones estaba prohibido, no había bosques cercanos donde obtener maderas útiles para la construcción, ni existían hornos para fabricar ladrillos.

Las provisiones demoraban tres largos días en llegar desde Buenos Aires, en veleros y lanchones cargados de panes, hortalizas, telas y utensilios, siendo el principal alimento de los pobladores la carne, que era lo que abundaba.

La única construcción más o menos decente era el llamado Fuerte de San José, equipado con 10 cañones, que se había levantado de apuro, pero con foso y todo, para albergar a la guarnición militar.

Sin embargo, en diciembre de ese año, Bruno Mauricio de Zabala se puso la camiseta y firmó un acta disponiendo la creación de un Cabildo que comenzó a sesionar en un ranchito de adobe con techo de cuero, que había pertenecido a Pedro Gronardo.

Tras un proceso que duró seis largos años, finalmente la orden emitida por Felipe V de fundar una ciudad fue cumplida, pero faltaba defenderla, y para eso era necesario fortificarla… y ese trabajo recién comenzaba.